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Cairo

Ahora que andamos expectantes ante el posible hallazgo de la tumba de Nefertiti, leo hace unos días en el periódico que Egipto ha recuperado una estela faraónica de la dinastía XIX, la que gobernó en el Imperio Nuevo entre 1.550 y 1070 a.C y que había sido sacada de contrabando a Inglaterra. Nunca sabremos con exactitud la gran cantidad de material que ha salido del país para engordar tanto colecciones privadas como museos nacionales de países extranjeros. Han pasado miles de años desde la época floreciente del imperio egipcio y todavía se siguen encontrando valiosos secretos bajo las arenas del desierto.

Cualquier viaje por el país del Nilo tiene parada obligada en Cairo. Es una ciudad fascinante pero caótica casi desde su creación; Ibn Battuta, el gran viajero musulmán del siglo XIV escribió refiriéndose a la gran urbe: “Su población es tan numerosa que sus multitudes le confieren el aspecto de un mar agitado, y pronto la ciudad resultará demasiado pequeña para tanta gente”.  Hoy en día, alberga oficialmente, por lo tanto serán muchos más, 18 millones de personas.

El tráfico, por llamar de alguna manera al incesante ir y venir de coches que circulan sin apenas ningún orden y, donde en cada cruce o glorieta, cada uno impone su propia ley, es uno de los mas caóticos del planeta, milagrosamente no hay demasiados accidentes.

Hace tiempo vi por televisión un documental con algunas vistas aéreas del Cairo, los coches eran como esas hormigas que marchan en fila hacia el hormiguero, nadie se detiene pero tampoco se chocan, con un ligero movimiento siempre se encuentra un hueco para continuar la marcha, parece un torrente sanguíneo, nunca para. El Cairo hay que amarlo u odiarlo tal como es pero nunca intentar entenderlo: no es posible. Por eso, ante el tremendo caos y bullicio de la ciudad, es bueno ser capaz de encontrar algún refugio, oasis de paz o lugar donde parar; yo lo encontré hace tiempo en La Ciudadela, la parte alta de la ciudad. Amurallada bajo las órdenes del sultán Saladino, conserva en su interior bellas muestras arquitectónicas, pero lo que me lleva hasta allí siempre que visito la capital egipcia es ver a los derviches danzantes. Esos hombres que, vestidos con un curioso atuendo blanco, comienzan a girar lentamente sobre el escenario y también sobre su propio eje. Según va pasando el tiempo la velocidad aumenta hasta que finalmente, y tras decenas de giros y giros, alcanzan el trance; en ese instante de éxtasis el derviche extiende la palma de su mano izquierda hacia el cielo para obtener la gracia de Ala.

Sin llegar a ese grado de misticismo, ya que sólo soy un espectador, me siento contagiado tras asistir a esta ceremonia de un sentimiento de quietud y tranquilidad. El entorno es mágico y ayuda a bajar las revoluciones, pero sé que no durará demasiado, cuando cruce el umbral de la salida volveré a ser absorbido de nuevo, siempre me pasa, por las prisas y el caos de la ciudad. Ya lo dijo el gran escritor egipcio, Naguib Mahfuz: “La ciudad reúne la vida terrestre, la religión, la noche y el día, el infierno y el paraíso, oriente y occidente”. Eso es Cairo.

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