Cuando el destino final no debería ser lo más importante

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A veces cuando viajamos, estamos tan pendientes de llegar al lugar que no disfrutamos tanto del camino que nos lleva hasta él. ¡Qué lastima!

También en algunas ocasiones suceden imprevistos que trastocan nuestros planes. En esos momentos es importante ser flexible y enfrentarse a los inconvenientes con buen sentido del humor y disfrutar de la nueva situación que se ha creado. 

En mi último y reciente viaje a Myanmar me sucedió algo que me obligó a practicar eso que los maestros budistas explican: “Los obstáculos son bendiciones disfrazadas”.

Uno de los iconos del país, que nadie debería perderse, es la Roca Dorada, un lugar de obligada peregrinación para los birmanos.

Bueno pues resulta que el pasado mes de febrero la famosa roca estaba totalmente cubierta de andamios, no se veía absolutamente nada. ¡Vaya chasco! Acababan de comenzar un periodo de restauración y limpieza y por lo tanto de la famosa roca nada de nada. 

No estaba en mi mano cambiar esa circunstancia pero si lo estaba la posibilidad de reconvertir la visita y disfrutar de ella. Lo más importante ya no era observar la gigantesca Roca suspendida y que por alguna milagrosa razón desafía a las leyes físicas y se mantiene en un espeluznante equilibrio. La roca dejó de existir para mí, pero en cambio disfrute mucho con todo lo que rodeaba este lugar. Interactué con los innumerables peregrinos birmanos, observé las ceremonias que se celebraban al atardecer, vi la puesta de sol, mire con respeto los rezos y meditaciones de los monjes, me detuve para ver los juegos de los niños etc. Todo un completo espectáculo humano que me hizo olvidar la desilusión de no poder ver la Roca Dorada.

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