Hay que hacer caso a los consejos locales

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Nuestro viaje por el rio Gálvez en agosto de 1.986 para convivir con diferentes comunidades de indígenas mayorunas seguía su curso. Remontábamos el rio en una larga embarcación de casi 15 metros de largo construida ahuecando el tronco de un árbol, su nombre, “peque-peque” proviene del característico ruido que hace su pequeño motor. Nuestro guía era un indio yurimagua que hablaba la lengua matse, la de los mayorunas, y que hacía de interprete solicitando permiso al jefe de la tribu para podernos quedar en los poblados. No en todos los lugares fuimos bien recibidos e incluso de uno de ellos, tras unos días de estancia, fuimos “amablemente invitados“ a marcharnos.

Cada día remontábamos el rio durante horas, de vez en cuando nos deteníamos para descansar ya que el calor y la humedad eran atroces, cuando llegábamos a un poblado, si nos daban permiso nos quedábamos, y durante los siguientes días acompañábamos a los mayorunas de caza, pesca o a trabajar en la chacra.

En uno de los poblados nos prepararon una cena de despedida el día anterior a nuestra marcha. Consistió en pequeños huevos de tortuga cocidos, una exquisita carne de “majas” ( una especie de rata de agua) asada al fuego y grandes trozos de yuca cocida. La recomendación que nos trasmitió nuestro guía, fue no beber agua durante la cena y comer abundante yuca con la carne. El “majas” es una carne suave, casi parecía mantequilla y de un rico sabor, diría que ha sido de las mejores carnes que he comido en toda mi vida. Ante aquella exquisitez a ninguno de nosotros se le ocurrió rellenar el estomago con la insípida yuca, eso sí de carne nos inflamos, y por supuesto cuando teníamos sed bebíamos agua. Acabamos la cena y la fiesta dando las gracias al jefe del poblado por la hospitalidad mostrada. Nos retiramos a dormir a nuestra sencilla choza. Pronto comenzaron los dolores de tripa y la diarrea, y os aseguro que salir en plena noche a la selva para poder evacuar no es nada placentero y mas sabiendo que hacía días que un puma rondaba por la zona. La noche fue un continuo ir y venir de la cabaña y ninguno pudimos pegar ojo. Entre los dolores de tripa, los churretes y el susto de cada salida hacia la obscuridad transcurrió la interminable noche.

A la mañana siguiente todos entonamos el mea culpa y prometimos ser mucho más obedientes cuando se trata de atender los consejos de los locales, estábamos seguros y así nos lo confirmo el guía, que si no hubiéramos bebido agua y hubiéramos comido yuca nos habríamos evitado las obligadas y desagradables salidas nocturnas.

Por cierto, desde aquel viaje no he tenido la oportunidad de volver a comer “majas” y ha sido una pena, porque sin duda aprendí como hacerlo para no tener problemas estomacales.

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