Lo importante es el camino
En esto de los viajes, como en la vida misma, lo más importante a menudo es el camino y no tanto la meta, y eso mismo sucedió en mi primer viaje a Mauritania, en busca de las ruinas de Kumbi Saleh en agosto de 1.990.
Aterrizamos en Bamako, la capital de Mali. La distancia hasta la legendaria capital del imperio de Gana, nada que ver con el país Ghana, no era mucha, pero tanto el trayecto de ida como el de vuelta se convirtieron en algo durísimo debido a las lluvias torrenciales que cayeron días antes. Ya es mala suerte, al menos para los viajeros, que llueva en el desierto, pues a nosotros nos paso.
Kumbi Saleh fue fundada en el siglo III y pronto se convirtió en un importante enclave para algunas de las rutas caravaneras que atravesaban el desierto del Sahara. Hoy del antiguo esplendor no queda nada, tan sólo algunas ruinas de piedra enterradas en la arena convertidas en un imán para la imaginación de los viajeros.
Las pistas iban del mala al muy mala, e incluso alguna de ellas debido al agua caída se volvieron impracticables, pero no sé si fue nuestra osadía o la inconsciencia la que hizo que nos metiéramos por lugares muy complicados. Nos quedamos atascados en la arena muchas veces y nos toco usar las planchas metálicas más veces de las que hubiéramos deseado. Atravesamos charcos tan grandes como lagunas y en alguno de ellos los lugareños nos dijeron que si nos quedábamos atascados tendríamos que dejar allí el vehículo hasta que terminara la época de lluvias.
Fue mi primer viaje al desierto en estado puro y como tal lo disfrute y lo sufrí a partes iguales. Incluso, y afortunadamente ha sido la única vez en toda mi vida, que nos vimos sorprendidos por una tremenda tormenta de arena cerca de A del Bagrou. En un instante el cielo se puso de un color rojo intenso, parecía una explosión nuclear, inmediatamente comenzó a oscurecer y eso que era el medio día y a oírse un ruido sobrecogedor cada vez más cercano, cerramos el camión a cal y canto y pronto nos vimos agitados como si estuviéramos dentro de una coctelera. El espectáculo era fascinante pero el acojone fue grande, no sabíamos lo que duraría ni la intensidad, por suerte no duro demasiado. Una vez que paso la tormenta salimos del camión, estábamos rebozados en arena, no conseguíamos adivinar por donde se había metido, aunque ya dicen que la arena del desierto se mete hasta dentro de un huevo, el silencio y la quietud era sobrecogedora. Habíamos vivido un espectáculo aterradoramente bello.
Ya solo nos quedaba regresar a Bamako para continuar viaje y recorrer Mali, Burkina Faso y Costa de Marfil, pero eso ya os lo contare otro día.
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