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Sello de correos con la figura de Robert Louis Stevenson

Sello de correos con la figura de Robert Louis Stevenson

De niño tuve varios libros de cabecera, uno de ellos fue La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, me sabía de memoria párrafos enteros y mientras disfrutaba con aquellas lecturas me imaginaba como uno más de los protagonistas de aquellas legendarias aventuras.

Por eso cuando años más tarde emprendí un largo viaje deambulando de una a otra por algunas islas del Pacifico, no pude dejar de visitar Samoa, donde el escritor escocés paso los últimos años de su vida. Su casa, Vailima, se ha convertido en museo, y muy cerca, aunque hay que subir una pronunciada pendiente, en el Monte Vaea, se encuentra la tumba de Tusitala, el contador de historias, prestigioso y simbólico apodo con el que le conocían los indígenas samoanos.

RLS fue durante toda su corta vida, murió con tan sólo 44 años, una persona de salud frágil aunque esta circunstancia no le impidió ser un gran viajero y un excelente escritor. En 1.888, enfermó de tuberculosis y buscando mejores climas, partió con su mujer de San Francisco a bordo de una goleta, navegó por el Pacifico y finalmente se instalaron en Samoa.

Llegué a su casa-museo un lluvioso y grisáceo día de primavera. Para realizar la visita tuve que descalzarme. Las brillantes y suaves maderas del suelo crujían a mi paso, fui recorriendo las diferentes habitaciones, lo hice lentamente, deteniéndome, observando y haciendo fotos de muebles, objetos, libros, cuadros etc. A mi cabeza acudían tantos buenos recuerdos de las muchas horas que pasé leyendo sus libros que en aquel momento me sentí feliz paseando por los mismos lugares donde el afamado escritor vivió.

A pesar de la lluvia decidí subir hasta su tumba, el camino estaba resbaloso, pero mereció la pena el esfuerzo. La tumba, de un blanco resplandeciente, era muy sencilla, y el epitafio que estaba escrito sobre ella, lo dicto el propio Stevenson. Las vistas del mar desde este privilegiado mirador eran espléndidas.

De regreso a la casa me detuve en la tienda de recuerdos del museo, compré algunas cosas y luego me quedé un rato dibujando en mi cuaderno de viajes bajo un acogedor porche que me protegía de la lluvia.

Finalmente abandoné el lugar atravesando un extenso y cuidado jardín y llevando en mi pensamiento un precioso pensamiento de Stevenson: “La cordialidad y la alegría deben preceder cualquier norma ética: son obligaciones incondicionales”.

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